Pero lo tienen. El parecido es tal, que la experiencia venezolana aporta interesantes claves para entender la crisis iraní.
Las imágenes de las marchas de la oposición en Teherán -multitudinarias, pacíficas, sin jerarquía clara y con la participación de gente de todas las edades y estratos sociales- son idénticas a las que solían ocurrir en Caracas antes que el Gobierno y la frustración las asfixiaran. Oír la desesperación en la voz de los jóvenes iraníes es oír las de los estudiantes venezolanos que llenaron el vacío político creado por una oposición largamente ineficaz. Y oír a Mahmud Ahmadineyad decir que quienes protestan su victoria son sólo un "polvillo irrelevante" es oír a Hugo Chávez llamando "escuálidos y vendepatrias" a los millones de venezolanos que no votan por él.
Ver los vídeos de los basiyís, las milicias islámicas, disparando a mansalva contra quienes marchan pacíficamente reclamando una elección limpia es volver a ver el vídeo donde las milicias chavistas -plena-mente identificadas- disparan contra opositores desarmados. Los motociclistas que recorren las calles de Teherán repartiendo bastonazos se parecen demasiado a los que aparecen cada vez que la oposición sale a las calles de Caracas. Enterarse de que el Tribunal Electoral iraní es un apéndice del Gobierno de Ahmadineyad es recordar que el jefe de ese mismo organismo en Venezuela, después de las elecciones, pasó a ser el vicepresidente del Gobierno cuya victoria había certificado días antes.
Tanto Hugo Chávez como Mahmud Ahmadineyad llegaron al poder gracias a su mensaje de lucha contra la corrupción y la desigualdad y por las esperanzas que generaron entre los más pobres. Sin embargo, en Irán y Venezuela la magnitud de la corrupción es hoy sólo superada por la impunidad con la que operan los corruptos del régimen. Los dos líderes han facilitado una fastuosa acumulación de riqueza en manos de una nueva élite. Y gracias al petróleo se pueden dar el lujo de ocultar que han devastado sus economías. Sus tasas de inflación están entre las más altas del mundo y las dádivas gubernamentales y el empleo público improductivo son la única esperanza de ingreso para millones de familias iraníes y venezolanas.
Pero los parecidos van más allá de la economía. Si Ahmadineyad apoya a Hezbolá, Chávez apoya a las FARC. Mientras Ahmadineyad intenta controlar Líbano, Chávez lo hace con Bolivia. Ambos sueñan con presidir una potencia regional. Ahmadineyad promete la desaparición del Estado de Israel y la caída del Gran Satán. En Venezuela, donde no se sabía qué era el antisemitismo, ahora se profanan sinagogas y Chávez se queja de que el estrado de Naciones Unidas donde le tocó hablar después de George Bush le huele a azufre satánico. El Gobierno venezolano es hoy más hostil hacia Israel que los de Egipto o Libia.
De todas las semejanzas, quizás la más sorprendente es la obsesión de ambos regímenes por parecer democráticos, plurales y progresistas. Esto no les es fácil, ya que en sus prácticas cotidianas son autoritarios, sectarios y militaristas; 14 de los 21 ministros de Ahmadineyad son miembros de la guardia revolucionaria o de las milicias basiyís. Los gobiernos locales, las empresas públicas y cientos de entes públicos son manejados por guardias revolucionarios compañeros de Ahmadineyad. Exactamente lo mismo pasa en Venezuela, donde la militarización del Estado es una característica fundamental y donde familiares, socios y camaradas de armas del presidente dominan todas las esferas del poder.
En ambos países, los violentos están en el Gobierno, no en la oposición. Tanto en Irán como en Venezuela, son las milicias gubernamentales quienes detentan el monopolio de la violencia como instrumento político. Pero lo esencial es entender que, en Irán y Venezuela, las elecciones no significan el posible cambio de un presidente por otro. Significan la posibilidad de sacar del poder a quienes han decidido perpetuarse en él. Y eso no es fácil. No lo ha sido en Venezuela; no lo será en Irán.
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